A Arturo no le gusta llamarse Arthur, lo enferma el tonito inglés que le da a la “th” un silbido de lord rancio, en cambio, le encanta que lo llamen general. El acento marcial y omnipotente que le imprime el título a su nombre, hace que Arturo levante los hombros y saque el pecho de manera instintiva. General, general Arturo o general Arthur, ni modo, o mejor, general Filter, ese es el que más le gusta, pero siempre está el problema de confundir el apellido (¿confundirlo?) con el de otro famoso general Nazi mucho más celebre que Arturo, que Arthur, que Filter, y entonces… ningún general debe permitir que se rían de él, aunque la broma la haya jugado la fonética (¿de verdad fue broma?) había que aplicar un castigo ejemplar y así lo hizo, pero antes de que diera la orden, antes de gritar ¡fuego! algo lo dejó paralizado unos segundos, sus labios se negaban a moverse como si trataran de revelarse, como si trataran de disculparse por los otros labios equivocados y salvar así al capitán Ernest Pérez de morir fusilado.
¿Y por qué tenía que ser justamente él? (¿de verdad fue él?) ¿Por qué tenía que ser Ernest el de la bromita estúpida? Que haya confundido el apellido vaya y pase, pero ¿y el saludo ridículo con la mano en alto? ¿y la cara de idiota? Eso sin contar con las carcajadas de la mitad tropa, por supuesto que no podía permitirlo, porque esta guerra no es ninguna broma, porque había tenido que pasar por tantas cosas para poder ser general, porque nadie se burla del general Arthur Filter, ni siquiera el capitán Ernest Pérez, que había recorrido con él las peores trincheras, que lo había visto matar gente desarmada, dispararle a inocentes por la espalda, perforar con el láser los cuerpos inmóviles de mujeres y niños… ¿Por qué tenía que ser justamente él? -¡Fuego!-
Filter saltó sobresaltado de la cama por tercera y última vez, empuñando con la mano izquierda un libro (que por supuesto no era La Biblia pero fue lo primero que encontró en la oscuridad del cuarto) corrió las persianas y no vio a nadie, no estaba, se había ido, una vez más logró desvanecerse en la nada y Arturo, soñando que soñó que lo soñaban, trató de sentarse en la cama cuando una sensación de náusea repentina lo obligó a aplastar contra el piso el cigarro que acababa de encender; eran ya varios días sin poder fumar, cada bocanada le producía un asco sólo comparable al del sushi, y él, fumador empedernido y amante del pescado crudo, comenzó a preguntarse si no sería que en una de estas noches de sueños desatados había aterrizado en otro cuerpo que ahora luchaba por expulsarlo.
Como siempre, es imposible saber quién es el soñador y quién el soñado, cuál la realidad inmediata, la impostergable, la que está llena de minas y de zumbidos de rayos láser, y cuál la que vendrá o tal vez la que ya vino y nadie se dio cuenta.
Eran las cuatro y media de la mañana cuando tocaron la puerta, Arthur no dormía pero seguía soñando, por eso le costó trabajo salirse de una realidad para entrar a la otra, suspender la lucha sorda que mantenía con un calamar gigante, ahora rojo, antes azul, antes púrpura, antes transparente, antes el capitán Ernest Pérez. “¡General!”, le gritaban desde la puerta, “¡Abra la puerta general!”. Pero Arturo se retorcía tratando de librarse de los tentáculos feroces que le succionaban los huesos. Por un instante, cuando logró escapar de las quijadas del calamar con un ágil movimiento de cabeza, se encontró frente a frente con el cíclope, con el ojo enorme donde el reflejo de Filter se desdibujaba y se convertía en otra cosa, en algo extraño que era él mismo, en algo pegajoso y amorfo que no era Arturo, ni Arthur, ni Filter, pero que seguía siendo él.
“¡General, abra la puerta! ¡Mataron al capitán Pérez! ¡Abra la puerta General!”
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