sábado, 22 de agosto de 2009

borbotones

 
Adentro, el silencio es una cubeta agujerada una, dos, tres, cien, miles de veces. Por los hoyos se filtra la sirena de una ¿ambulancia?, ¿patrulla?, ¿alarma anti bombas? Por las ínfimas laceraciones de la noche entra el clamor líquido, gota a gota, a la habitación de Arthur Filter. Si se les escucha con atención, los ruidos parecen hacer formas, como nubes sonoras: durante milésimas de segundo son el alarido de una mujer con un niño en brazos; sin avisos cambian, y se convierten en la descarga de una metralleta, luego en un tanque abalanzándose sobre un montón de tierra, luego mutan en silencio sepulcral, dos segundos, y se convierten en una explosión lejana, lejanísima, quizá en Ciudad Neza o Milpa Alta. Acostumbrado a la guerra, el ruido callejero invade el cuarto del General. Y él, que en esas circunstancias hubiese acribillado a punta de láser a cualquiera, que por menos que eso habría mandado a miles de personas a la muerte lenta de las cámaras de la risa, él, el General Arthur Filter, no escucha nada: duerme, plácido como un infante rendido ante la televisión.

Pero en el cuarto del General Filter no hay una televisión encendida arrullando a la bestia. No hay siquiera televisión. No hay insignias, no hay uniformes, ni banderas, ni pistolas, botas, balas o gafas oscuras. El General duerme flanqueado por dos cómodas desteñidas, sobre una cama corriente y debajo de un foco desnudo. La entrada a la habitación es cubierta por sólo una puerta, sin guardias ni sofisticados sistemas de alerta. En medio de una habitación vulgar en avenida Coyoacán, el general más glorioso que ha visto esta guerra sólo sueña, como cualquiera. Si ésta fuera una noche normal (aunque, claro, no lo es), y nos metiéramos a explorar el sueño de Filter, si traspasáramos sus cabellos revueltos de cinco días sin baño, si lográramos sobrellevar las prendas sucias que le cubren, las sábanas con manchas infranqueables, la única cicatriz de su cara, si pudiéramos entrar por los ojos astígamatas, a través de los años que aparenta pero no tiene, si fuera posible clavarnos en su sueño, encontraríamos algo distinto a lo de otras noches:

- Normalmente sueño con calamares.

- ¿Calamares? ¿Gigantes o fritos?

- Gigantes. Y fritos. Con ejércitos de calamares. Calamares evolucionados. Vienen de un tiempo raro en el que ellos son los únicos seres racionales, 200 mil años en el futuro. Pelean con quijadas de escualos, no necesitan armadura. Los calamares vienen a borrar la historia. Yo estoy sentado en un café, fumando, escribiendo, qué sé yo, y de la cafetera se expande un túnel en el tiempo, como los que salían en las películas del siglo pasado. Nadie parece notarlo, pero yo estoy aterrado: veo decenas de calamares gigantes escurriéndose por el túnel. Llegan a este lado y se expanden, se levantan sobre 20 metros, 8 brazos y 2 tentáculos, un ojo enorme e inexpresivo. Los demás parecen resignados a morir, pero yo no. Yo les aviento mi taza, mi cuchara, mi libro, todo. Entonces un calamar me toma por los pies, me carga, me examina, me pica con una lanza enorme que para él es un mondadientes. Y una voz que viene desde el cielo: “El homo sapiens sapiens vivió durante miles de años sobre las superficies secas del planeta. Su comportamiento es errático, pero sabemos que, mientras reinaron en la Tierra, formaron tribus e hicieron guerras”. La voz sigue hablando, como en un documental. Entonces siempre, no sé de dónde, termino con una tele frente a mí, viendo el documental que los calamares hacen de los seres humanos. Es horrible.

- ¿Y ahora? ¿Por qué no estás soñando eso mismo? ¿Esta noche qué sueñas?

El General tendido en un diván, trazado a lápiz, en blanco y negro, eso veríamos. De ser posible meternos a su sueño, lo escucharíamos hablar con alguien cuyo rostro se oculta en tachaduras inciertas.

- Esta noche sueño otra cosa. Sueño con hace muchos años, cuando yo no era nada de lo que soy ahora. Cuando no había noches intermitentes en duermevela. Cuando no tenía que ocultarme, cuando la guerra no apestaba todos los rincones del planeta. Esta noche sueño con esa tarde del metro, cuando supe que esto era inevitable.

Los trazos a lápiz se expanden y se contraen de súbito, como un cardumen de calamares en celo friéndose en aceite viejo. El diván desaparece, pero todo sigue en blanco y negro. Una luz blanca recorre fugaz el semblante del General Arthur Filter, que se vuelve a llamar Arturo Felguérez, que vuelve a desarrollar acné y a cargar una mochila rayada con plumín extrafino. La luz fugaz lo alumbra de nuevo, y otra vez, y así hasta que la luz se queda, se abren las puertas, sale una multitud y entran sólo dos mujeres cargando un bebé de semanas. El vagón chilla con furia y las puertas se cierran con saña. Arturo mira la ruta: sigue la estación Viveros. 

Las mujeres se sientan cerca de Arturo. Sin ninguna razón, el bebé comienza a llorar. Su llanto sale por las ventanillas del metro como una cascada de agua fría que se expande por el túnel, agudo, y comienza a ahogar a todos los presentes. Según puede recordar el General, según veríamos en su sueño trazado a lápiz, las mujeres intentan primero hablarle al bebé, luego darle de comer, divertirlo con un juguete de goma. A cada intento el bebé responde con más furia. Chilla más alto, escupe la comida, lanza el juguete fuera del vagón, bogando en el mar de su llanto. Finalmente las mujeres le dan una nalgada. El bebé sigue chillando, ¡muá!, un ¡muá! que se expande y se filtra como agua de mar en la playa. A ese llanto no se le ve horizonte. 

“Nunca enrolaría a ese bebé en mi ejército”, piensa Arturo, “Si de mí dependiera, mataría al bebé en este instante. Quisiera tener una guerra sólo para matar al bebé”, que lo observa, vacío, desde el otro lado de su chillido, y lanza un alarido final. 

El trazo de lápiz se vuelve errático en ese instante. Como la corriente que crece en un riachuelo. Si pudiésemos entrar en el sueño del General veríamos a los trazos caprichosos asfixiarle por el cuello, un ojo cíclope mirándole por última vez en tono de burla, una corriente de grafito somnífero hinchándose hasta el grito, hasta la sordera.

Pero no es posible. De este lado, el ruido casi ha inundado la habitación del General, que se despierta sudando tres segundos antes de que el sonoro estallido truene el dique de la noche.

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